La Gran Paradoja
Editorial Octubre 2017
Una cierta complejidad se observa en lo que H.P.B. explica en este escrito, quizá se deba a que la Paradoja siembra desconcierto en el intentador, que de pronto se haya perplejo ante la dualidad de los hechos que debe resolver, y que al parecer queda demasiado sólo ante lo monumental de la tarea que puede observar en lo inmediato. H.P.B. nos guía en nuestro intento, cuando nos revela que todo debe comenzar desde la profunda observación que debemos hacer para centralizar toda nuestra atención desde dónde debemos comenzar a resolver lo que nos aleja de todo intento exitoso. Y esta primera paradoja se forma en nuestro egocentrismo, es desde allí donde se acumula, y se atraen todos los elementos que buscan consolidarse en el mundo de la materia. Detener y equilibrar ese centro que todo lo devora en las fauces del egoísmo es una ardua tarea, pero a la vez es necesario elaborar un plan de purificación de las acciones para dejar de alimentar a ese centro de atención. Las paradojas se acumulan porque en este estado llamado vida, la dualidad es una necesidad importante, pues entre sus pares de opuestos es posible obtener el discernimiento necesario para no morir aplastado por estas dos grandes potencias, positivo y negativo de la acción. H.P.B. nos muestra como es necesario estar atentos permanentemente para mantenernos en ese “centro medio” del discernimiento, porque ante el más mínimo descuido, podemos caer hacia alguno de los lados y debemos recomenzar una ardua batalla para recuperar el equilibrio perdido.
Esta etapa, es la que desarrolla y pone claramente en la superficie de intentador, todos sus verdaderos contenidos valederos para proseguir por un escalón más elevado en su propio Sendero, he aquí su valentía, su capacidad de soportar, su voluntad y la revelación del anhelo que lo impulsa a seguir sin claudicar. Toda su capacidad de amar, comprender y de mirar a toda la humanidad con la alta visión de la Compasión, quedan expuestas y es allí cuando su verdadero instructor aparece para elevarlo sobre el Sendero del deber, donde, desde esa altura, las bajas tormentas de la vida ya no conmoverán el Alma del intrépido intentador.
Presentado por el Centro
Parecería ser que la paradoja es el lenguaje natural del ocultismo. Más aun, esta parecería penetrar profundamente en el corazón de las cosas, y de este modo ser inseparable de cualquier intento de expresar en palabras la verdad, la realidad que subyace al espectáculo externo de la vida.
Y la paradoja no sólo se encuentra en las palabras, sino también en las acciones, en la conducta de vida misma. Las paradojas del ocultismo deben ser vividas, no sólo expresadas en palabras. Aquí yace un gran peligro, porque es realmente fácil perderse en la contemplación intelectual del sendero, y de este modo olvidar que el camino sólo puede ser conocido hollándolo.
Una sobrecogedora paradoja encuentra al estudiante desde el principio mismo y lo enfrenta en nuevas y extrañas formas a cada vuelta del camino. Posiblemente, tal persona, ha buscado el sendero deseando una guía, una regla de corrección para la conducta de su vida. Él aprende que el alfa y el omega, el principio y el fin de la vida es el altruismo; y siente la verdad del adagio de que sólo en la profunda inconsciencia del olvido de uno mismo puede la verdad y la realidad del ser revelarse a su ansioso corazón.
El estudiante aprende que esta es la ley principal del ocultismo, es al mismo tiempo la ciencia y el arte de vivir, la guía hacia la meta que desea alcanzar. Tiene un entusiasmo ardiente y entra valientemente al sendero montañoso. Entonces, descubre que su maestro no alienta sus ardientes arranques de sentimentalismo; su anhelo de olvidarlo todo —en el plano exterior de su vida y consciencia actual— en pos de lo infinito. Si en realidad ellos no desalientan su entusiasmo, al menos le imponen, como tarea primera y fundamental, el conquistar y controlar su cuerpo. El estudiante encuentra que lejos de alentarlo a vivir en los elevados pensamientos de su cerebro, y fantasear que ha alcanzado aquel empíreo donde se encuentra la verdadera libertad —la del olvido de su cuerpo y de sus acciones y personalidad externa— se lo hace descender a tareas mucho más cercanas a la tierra. Toda su atención y vigilancia es requerida en el plano externo; él nunca debe olvidarse de sí mismo, nunca debe perder el control de su cuerpo, de su mente, de su cerebro. Debe incluso aprender a controlar la expresión de cada rasgo, examinar la acción de cada músculo, ser el amo de cada uno de los más mínimos movimientos involuntarios. Se le indica que tome la vida diaria alrededor y dentro suyo como su objeto de estudio e investigación. En lugar de olvidar lo que comúnmente llamamos minucias insignificantes, los pequeños olvidos, los deslices accidentales del habla y de la memoria, se lo obliga a volverse cada día más consciente de sus lapsus, hasta el extremo en que parezcan envenenar el aire que respira y sofocarlo, hasta que parezca perder la visión y el contacto del grandioso mundo de libertad hacia el cual se esfuerza, hasta que cada hora de cada día parezca estar saturada del amargo sabor del yo y su corazón se enferme de dolor y de la desesperada lucha. Y la oscuridad parece aún más profunda por la voz dentro de él gritando sin cesar: “olvidate de ti mismo. Cuidado, no sea que te conviertas en egocéntrico, y la hierba gigante del egoísmo espiritual eche raíces firmes en tu corazón; ¡cuidado, cuidado, cuidado!”
La voz conmueve su corazón hasta lo más profundo, porque siente que las palabras son verdaderas. Su batalla diaria, hora tras hora, le está enseñando que el egocentrismo es la raíz de la miseria, la causa del dolor, y su alma está henchida del anhelo de ser libre.
Así el discípulo es desgarrado por la duda. Él confía en sus maestros, porque sabe que a través de ellos habla la misma voz que escucha en el silencio de su corazón. Pero ahora ellos pronuncian palabras contradictorias; por un lado, la voz interna lo impulsa a olvidarse absolutamente de sí mismo en pos de servir a la humanidad; por el otro, las palabras pronunciadas por aquellos de quienes él buscó orientación en su servicio, lo impulsan primero a conquistar su cuerpo, su ser exterior. Y con cada hora él constata mejor cuán mal se desempeña en su batalla con Hydra, y ve cómo crecen siete cabezas nuevamente en remplazo de cada una que ha cortado.
Al principio oscila entre los dos, ora obedece a uno, ora al otro. Mas, pronto descubre que es infructuoso. Pues el sentido de libertad y ligereza, que aparece en un principio cuando deja su ser exterior sin vigilar, que le permite buscar el aire interior, pronto pierde su atractivo, y algún sobresalto repentino le revela que ha resbalado y caído de su sendero ascendente. Entonces, en un acto de desesperación, se lanza sobre la traicionera serpiente del yo y se afana en ahogarla hasta su muerte; pero sus continuos movimientos zigzagueantes eluden su mano, las tentaciones insidiosas de sus escamas brillantes ciegan su visión, y nuevamente se encuentra envuelto en la confusión de la batalla, que lo vence día a día, y que al final parece llenar su mundo entero, y borrar todo lo demás de su consciencia. Él se encuentra frente a frente con una paradoja abrumadora, cuya solución debe ser vivida antes de que pueda ser realmente entendida.
En sus horas de silenciosa meditación el estudiante encontrará que existe un espacio de silencio dentro de él donde puede hallar refugio de los pensamientos y los deseos, de la confusión de los sentidos y los engaños de la mente. Hundiendo su consciencia profundamente en su corazón puede alcanzar ese lugar —al principio sólo cuando se encuentra solo en silencio y a oscuras. Pero cuando la necesidad del silencio ha crecido lo suficiente, él volteará a buscarlo incluso en el medio de la lucha contra el yo, y lo encontrará. Únicamente no debe perder de vista a su ser externo, o su cuerpo; debe aprender a retirarse dentro de esta ciudadela cuando la batalla crezca en fiereza, pero a hacerlo sin perder de vista la batalla; sin permitirse imaginar que por hacerlo a conseguido la victoria. Esa victoria sólo es conseguida cuando todo está en silencio tanto fuera como dentro de la ciudadela interna. Peleando de este modo, desde dentro de ese silencio, el estudiante descubrirá que ha resuelto la primera gran paradoja.
Pero la paradoja aún lo sigue. En un principio cuando tiene éxito en retirarse de este modo dentro de sí, busca este espacio sólo por refugio de la tempestad de su corazón. Y a medida que lucha por controlar los arrebatos de pasión y deseo, se da más plenamente cuenta que potencias poderosas se ha juramentado a sí mismo conquistar. Aún se considera a sí mismo, cuando apartado del silencio, más próximo a las fuerzas de la tormenta. ¿Cómo puede con sus insignificantes fuerzas hacerle frente a estos tiranos de naturaleza animal?
Esta pregunta difícilmente pueda ser contestada llanamente; si es, en efecto, que tal respuesta pueda ser dada. Pero la analogía puede señalar el camino por el cual la solución puede ser buscada.
Al respirar tomamos cierta cantidad de aire en los pulmones y con el podemos imitar en miniatura al poderoso viento en los cielos. Podemos producir una débil imitación de la naturaleza: una tempestad en una taza de té, un vendaval soplando e incluso hundir un barquito de papel. Y uno puede decir: “Yo lo hago, es mi aliento”. Pero no podemos soplar nuestro aliento contra un huracán, menos aún retener los vientos alisios en nuestros pulmones. Sin embargo los poderes del cielo se encuentran dentro de nosotros; la naturaleza de las inteligencias que guían a la fuerza del mundo está mezclada con la nuestra misma, y si pudiéramos darnos cuenta de esto y olvidar nuestro yo exterior, los vientos mismos serían nuestros instrumentos.
De igual modo es en la vida. Mientras un hombre se aferre a su ser exterior —sí, e incluso a cualquiera de las formas que asume cuando esta “envoltura mortal” es desechada— seguirá intentando desviar de un soplido a un huracán con el aire de sus pulmones. Es inútil y vano tal esfuerzo; ya que los vastos vientos de la vida, tarde o temprano, deben barrer con él. Pero si él cambia su estatura interna si actúa con la convicción de que su cuerpo, sus deseos, sus pasiones, su cerebro, no son él mismo, aunque esté a cargo de y sea responsable por ellos; si intenta encargarse de ellos como siendo parte de la naturaleza, entonces podrá esperar llegar a ser uno con las grandes corrientes del ser, y finalmente alcanzar el pacífico paraje del seguro olvido de sí mismo.
“Fausto”
Nota:
- Este artículo fue publicado originalmente en la revista Lucifer Vol. I, de octubre de 1887, págs. 120-122 bajo el título The Great Paradox. Si bien está firmado con un seudónimo, casi la totalidad de los investigadores teosóficos concuerdan en que pertenece a H. P. Blavatsky, ya que en muchos casos usaba otros nombres en sus escritos o directamente no los firmaba.
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La traducción fue realizada por integrantes del Centro de Estudios de la Teosofía Original en Argentina.